Piel foca, piel del alma.
7/01/2020
En una época pasada que ahora ya desapareció para siempre y que muy pronto
regresará, día tras día se suceden el blanco cielo, la blanca nieve, y todas
las minúsculas manchas que se ven en la distancia son personas, perros u osos.
Aquí nada prospera gratis. Los vientos soplan con tal fuerza que ahora
la gente se pone deliberadamente del revés las parkas y las mamleks, las botas.
Aquí las palabras se congelan en el aire y las frases se tienen que romper en
los labios del que habla y fundir a la vera del fuego para que la gente pueda
comprender lo que ha dicho. Aquí la gente vive en el blanco y espeso cabello de
la anciana Annuluk, la vieja abuela, la vieja bruja que es la mismísima Tierra.
Y fue precisamente en esta tierra donde una vez vivió un hombre, un hombre tan
solitario que, con el paso de los años, las lágrimas habían labrado unos
profundos surcos en sus mejillas.
Un día estuvo cazando hasta después de anochecido, pero no encontró
nada. Cuando la luna apareció en el cielo y los témpanos de hielo brillaron,
llegó a una gran roca moteada que sobresalía en el mar y su aguda mirada creyó
ver en la parte superior de aquella roca un movimiento extremadamente delicado.
Se acercó remando muy despacio a ella y observó que en lo alto de la
impresionante roca danzaban unas mujeres tan desnudas como sus madres las
trajeron al mundo. Pues bien, puesto que era un hombre solitario y no tenía
amigos humanos más que en su recuerdo, se quedó a mirar. Las mujeres parecían
seres hechos de leche de luna, en su piel brillaban unos puntitos plateados
como los que tiene el salmón en primavera y sus manos y pies eran alargados y
hermosos.
Eran tan bellas que el hombre permaneció embobado en su embarcación
acariciada por el agua que lo iba acercando cada vez más a la roca, Oía las
risas de las soberbias mujeres, o eso le parecía; ¿o acaso era el agua la que
se reía alrededor de la roca? El hombre estaba confuso y aturdido, pero, aun
así, la soledad que pesaba sobre su pecho como un pellejo mojado se disipó y,
casi sin pensar, como si eso fuera lo que tuviera que hacer, el hombre saltó a
la roca y robó una de las pieles de foca que allí había. Se ocultó detrás de
una formación rocosa y escondió la piel de foca en suqutnguq, su parka.
Muy pronto una de las mujeres llamó con una voz que era casi lo más
bello que el hombre jamás en su vida hubiera escuchado, como los gritos de las
ballenas al amanecer, no, quizá como los lobeznos recién nacidos que bajaban
rodando por la pendiente en primavera o, pero no, era algo mucho mejor que todo
eso, aunque, en realidad, daba igual porque, ¿qué estaban haciendo ahora las
mujeres?
Pues ni más ni menos que cubrirse con sus pieles de foca y deslizarse
una a una hacia el mar entre alegres gritos de felicidad.
Todas menos una. La más alta de ellas buscaba por todas partes su piel
de foca, pero no había manera de encontrarla. El hombre se armó de valor sin
saber por qué. Salió de detrás de la roca y llamó a la mujer.
—Mujer… sé… mi… esposa. Soy… un hombre… solitario.
—No puedo ser tu mujer —le contestó ella—, yo soy de las otras, de las
que viven temeqvanek, debajo.
—Sé… mi… esposa —insistió el hombre—. Dentro de siete veranos te
devolveré tu piel de foca y podrás irte o quedarte, como tú prefieras.
La joven foca le miró largo rato a la cara con unos ojos que, de no
haber sido por sus verdaderos orígenes, hubieran podido parecer humanos, y le
dijo a regañadientes:
—Iré contigo. Pasados los siete veranos, tomaré una decisión.
Así pues, a su debido tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Ooruk. El
niño era ágil y gordo. En invierno su madre le contaba a Ooruk cuentos acerca
de las criaturas que vivían bajo el mar mientras su padre cortaba en pedazos un
oso o un lobo con su largo cuchillo. Cuando la madre llevaba al niño Ooruk a la
cama le mostraba las nubes del cielo y todas sus formas a través de la abertura
para la salida del humo. Sólo que, en lugar de hablarle de las formas del
cuervo, el oso y el lobo, le contaba historias de la morsa, la ballena, la foca
y el salmón… pues ésas eran las criaturas que ella conocía.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, la carne de la madre empezó
a secarse. Primero se le formaron escamas y después grietas. La piel de los
párpados empezó a desprenderse. Los cabellos de la cabeza se le empezaron a
caer al suelo. Se volvió naluaq, de un blanco palidísimo. Su gordura empezó a
marchitarse. Trató de disimular su cojera. Cada día, y sin que ella lo quisiera,
sus ojos se iban apagando. Empezó a extender la mano para buscar a tientas el
camino, pues se le estaba nublando la vista.
Y llegó una noche en que unos gritos despertaron al niño Ooruk y éste se
incorporó en la cama, envuelto en sus pieles de dormir. Oyó un rugido como el
de un oso, pero era su padre regañando a su madre. oyó un llanto como de plata
restregada contra la piedra, pero era su madre.
—Me escondiste la piel de foca hace siete largos años y ahora se acerca
el octavo invierno. Quiero que me devuelvas aquello de lo que estoy hecha
—gritó la mujer foca.
—Pero tú me abandonarías si te la diera, mujer —tronó el marido.
—No sé lo que haría. Sólo sé que necesito lo que me corresponde.
—Me dejarías sin esposa y dejarías huérfano de madre al niño. Eres mala.
Dicho lo cual, el marido apartó a un lado el faldón de cuero de la
entrada y se perdió en la noche.
El niño quería mucho a su madre. Temía perderla y se durmió llorando…
hasta que el viento lo despertó. Era un viento muy raro… y parecía llamarlo,
“Oooruk, Oooruuuuk”.
Saltó de la cama tan precipitadamente que se puso la parka al revés y se
subió las botas de piel de foca sólo hasta media pierna. Al oír su nombre una y
otra vez, salió a toda prisa a la noche estrellada.
—Oooooooruuuuk.
El niño se dirigió corriendo al acantilado que miraba al agua y allí, en
medio del mar agitado por el viento, vio una enorme y peluda foca plateada… la
cabeza era muy grande, los bigotes le caían hasta el pecho y los ojos eran de
un intenso color amarillo.
—Oooooooruuuuk.
El niño bajó del acantilado y, al llegar abajo, tropezó con una piedra
—mejor dicho, un bulto— que había caído rodando desde una hendidura de la roca.
Los cabellos de su cabeza le azotaban el rostro cual si fueran mil riendas de
hielo.
—Oooooooruuuuk.
El niño rascó el bulto para abrirlo y lo sacudió… era la piel de foca de
su madre. Percibió el olor de su madre. Mientras se acercaba la piel de foca al
rostro y aspiraba el perfume, el alma de su madre lo azotó cual si fuera un
repentino viento estival.
—Oooh —exclamó con una mezcla de pena y alegría, acercando de nuevo la
piel a su rostro. Una vez más el alma de su madre la traspasó.
—Oooh —volvió a exclamar, rebosante de infinito amor por su madre.
Y, a lo lejos, la vieja foca plateada… se hundió lentamente bajo el
agua.
El niño saltó de la roca y regresó a toda prisa a casa con la piel de
foca volando a su espalda y cayó al suelo al entrar. Su madre lo levantó junto
con la piel de foca y cerró los ojos agradecida por haberlos recuperado a los
dos sanos y salvos. Después se puso la piel de foca.
—¡Oh, madre, no lo hagas! —le suplicó el niño.
Ella lo levantó del suelo, se lo colocó bajo el brazo y se fue medio
corriendo y medio tropezando hacia el rugiente mar.
—¡Oh, madre! ¡No! ¡No me dejes! —gritó Ooruk.
Y, de repente, pareció que la madre quería quedarse junto a su hijo,
pero algo la llamaba, algo más viejo que ella, más viejo que él, más viejo que
el tiempo.
—Oh, madre, no, no, no —gritó el niño.
Ella se volvió a mirarle con unos ojos rebosantes de inmenso amor. Tomó
el rostro del niño entre sus manos e infundió su dulce aliento en sus pulmones
una, dos, tres veces. Después, llevándolo bajo el brazo como si fuera un
valioso fardo, se zambulló en el mar y se hundió cada vez más en él. La mujer foca
y su hijo respiraban sin ninguna dificultad bajo el agua.
Ambos siguieron nadando cada vez más hondo hasta entrar en la ensenada
submarina de las focas, en la que toda suerte de criaturas comía, cantaban,
bailaban y hablaban. La gran foca macho plateada que había llamado a Ooruk
desde el mar nocturno lo abrazó y lo llamó “nieto”.
—¿Cómo te fue allí arriba, hija mía? —preguntó la gran foca plateada.
La mujer foca apartó la mirada y contestó:
—Hice daño a un ser humano, a un hombre que lo dio todo para tenerme.
Pero no puedo regresar junto a él, pues me convertiría en prisionera si lo
hiciera.
—¿Y el niño? —preguntó la vieja foca—. ¿Y mi nieto? —continuó la vieja
foca macho.
Lo dijo con tanto orgullo que hasta le tembló la voz.
—Tiene que regresar, padre. No puede quedarse aquí. Aún no ha llegado el
momento de que esté aquí con nosotros.
Y se echó a llorar. Y juntos lloraron los dos.
Transcurrieron unos cuantos días y noches, siete para ser más exactos,
durante los cuales el cabello y los ojos de la mujer foca recuperaron el
brillo. Adquirió un precioso color oscuro, recobró la vista y las redondeces
del cuerpo y pudo nadar sin ninguna dificultad. Pero llegó el día del regreso
del niño a la tierra. Aquella noche el viejo abuelo foca y la hermosa madre del
niño, nadaron flanqueando al niño. Regresaron subiendo cada vez más alto hasta
llegar al mundo de arriba. Allí depositaron suavemente a Ooruk en la pedregosa
orilla bajo la luz de la luna.
Su madre le aseguró:
—Yo estoy siempre contigo. Te bastará con tocar lo que yo haya tocado,
mis palillos de encender el fuego, mi Ulu, cuchillo, mis nutrias y mis focas
labradas en piedra para que yo infunda en tus pulmones un aliento que te
permita cantar tus canciones.
La vieja foca macho y su hija besaron varias veces al niño. Al final, se
apartaron de él y se adentraron nadando en el mar. Tras mirar por última vez al
niño, desaparecieron bajo las aguas. Y Ooruk se quedó porque todavía no había
llegado su hora.
Con el paso del tiempo el niño se convirtió en un gran cantor e inventor
de cuentos que, además, tocaba muy bien el tambor y decía la gente que todo se
debía a que de pequeño había sobrevivido a la experiencia de ser transportado
al mar por los grandes espíritus de las focas. Ahora, en medio de las grises
brumas matinales, se le puede ver algunas veces con su kayak amarrado,
arrodillado en cierta roca del mar, hablando al parecer con cierta foca que a
menudo se acerca a la orilla. Aunque muchos han intentado cazarla, han
fracasado una y otra vez. La llaman Tanqigcaq, la resplandeciente, la sagrada,
y dicen que, a pesar de ser una foca, sus ojos son capaces de reproducir las
miradas humanas, aquellas sabias, salvajes y amorosas miradas.
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