El gigante egoísta.
7/01/2020
Cada tarde, a la salida
de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante.
Era un jardín amplio y
hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y
por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había
doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores
color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos
aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y
cantaban con tanta dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus
trinos.
—¡Qué felices somos
aquí! —se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el
Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años.
Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir,
pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de
volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en
el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz
retumbante.
Los niños escaparon
corriendo en desbandada.
—Este jardín es mío. Es
mi jardín propio—dijo el Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré
que nadie se meta a jugar aquí.
Y de inmediato, alzó
una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
"ENTRADA
ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES".
Era un Gigante
egoísta...
Los pobres niños se
quedaron sin tener donde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la
carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les
gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante
y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
—¡Qué dichosos éramos
allí! —se decían unos a otros.
Cuando la Primavera
volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín
del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los
pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una
lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió
tan triste por los niños, que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse
dormida.
Los únicos que ahí se
sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
—La Primavera se olvidó
de este jardín—se dijeron—, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la
tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en
seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con
ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en
pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las
plantas y derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más
agradable! —dijo—Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros
también.
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas
tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de
las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido
que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.
—No entiendo por qué la
Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante Egoísta cuando se
asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, espero que
pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no
llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dora-dos en todos los
jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
—Es un gigante
demasiado egoísta—decían los frutales.
De esta manera, el
jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del
Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los
árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una
música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que
pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad,
era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía
tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que
le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo
su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró
por entre las persianas abiertas.
—¡Qué bueno! Parece que
al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama para correr a la
ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha
del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada
árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente
con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas
sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de
ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un
rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas
del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando
amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y
nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas
que parecían a punto de quebrarse.
—¡Sube a mí, niñito!
—decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo
que podía. Pero el niño
era demasiado pequeño
El Gigante sintió que
el corazón se le derretía.
—¡Cuán egoísta he sido! —exclamó —Ahora sé por qué la Primavera no
quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a
botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para
los niños.
Estaba de veras
arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y
entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron,
salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín
del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas
que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo
tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de
repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el
cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante
ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó
al jardín.
—Desde ahora el jardín
será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó
abajo el muro.
Al mediodía, cuando la
gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los
niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando
todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
—Pero, ¿dónde está el
más pequeñito? —preguntó el Gigante—, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería
más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
—No lo sabemos
—respondieron los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva
mañana —dijo el Gigante.
Pero los niños
contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el
Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al
salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más
chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El
Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
—¡Cómo me gustaría
volverle a ver! —repetía.
Fueron pasando los
años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía
jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba
su jardín.
—Tengo muchas flores
hermosas —se decía—, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno,
miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que
el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban
descansando.
Sin embargo, de pronto
se restregó los ojos, maravillado y miró, miró...
Era realmente
maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín, había un
árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y
de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito
a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el
jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
—¿Quién se ha atrevido
a hacerte daño?
Porque en la palma de
las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos
en sus pies.
—Pero, ¿quién se
atrevió a herirte? —gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
—¡No! —respondió el
niño—. Estas son las heridas del Amor.
—¿Quién eres tú, mi
pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de
rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió
al Gigante, y le dijo:
—Una vez tú me dejaste
jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños
llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía
dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas. FIN
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